lunes, 4 de noviembre de 2013

La historia del Cristo de Villaquejida

En esta entrada de La Candamia con el titulo de "La muy cierta leyenda del milagrero Cristo de Villaquejida" cuentan la historia de la imagen del Cristo que hoy esta colgado en la iglesia: 
“…Lo contaba mi abuela. Calor de lumbre y lluvia afuera, en la casona oscura de Villamandos. Casona grande. De antepasados, tapias alta y recuerdos largos. Grande de orígenes calientes, en los que reencontrarme es fácil.
Bocas abiertas. Ojos redondos, asombrados, de primos, mi hermano, los chavales… Y ella con, apagada voz a posta. Recreando el misterio, hacía medias pausas en los puntos más emocionantes. Y nosotros, embobados, gritábamos el “sigue, abuela, sigue…!”, para que ella respondiera con gusto no muy bien disimulado “ya va, hijos, ya va, que ni respirar dejáis a una…”
Todo empezó, decía, cuando un pastor se dio cuenta de que las ovejas no pastaban en un rinconcito de las praderas que, entre chopos, había antes del borde del salto de la ría. Viento lo mismo un día tras otro, se decidió por fin a contarlo a los vecinos. Varios fueron con él y comprobaron lo extraño del asunto. Las ovejas no comían la hierba en una pequeña zona limitada por zarzas. Ni siquiera, a no ser por la fuerza, la pisaban, aunque, a simple vista, aquella parte del terreno era igual a las que la rodeaban. Extrañados, contaron al cura lo sucedido, buscando en su ciencia la explicación sencilla que ellos no encontraban, (Eran tiempos aquellos en que el pueblo no tomaba decisión alguna sin contar con el siempre infalible juicio de los  párrocos. Mas ahora, que a todas luces el caso era propio de brujas y duendes y no  santos varones).
El párroco, junto con muchos vecinos de ambos pueblos (Villamandos y Villaquejida), fue convencido de ir ver, con propios ojos, lo extraño y cierto del fenómeno. No encontrando respuesta convincente, hizo cavar la zona misteriosa por si, acaso, se tratara solo del cadáver de un animal descomponiéndose, cuyo olor ahuyentase a las ovejas. Y claro, no fue precisamente eso lo encontrado. A pocos metros de profundidad fue descubierto el Cristo de esta historia.
Y aquí comenzó el problema, La imagen apareció justo en la linde de Villamandos y Villaquejida. Por supuesto, los dos pueblos reclamaron inmediatamente su posesión, alegando incuestionables razones y derechos que no convencían, en ningún modo, a la otra parte del litigio. Un Cristo siempre es un Cristo y aquél, aparecido en tan extrañas circunstancias, no podía menos que traer un gran número de dones y fortuna a quien lo consiguiera.
Las discusiones, por lo visto, fueron subiendo de tono. Que si este terreno era de mi bisabuela, que si una señora se lo dono al pueblo hacia cien años, que si la linde no es esta, es más allá. Y ese allá siempre era mirando a Villamandos cuando hablaba una de Villaquejida. Y si el que hablaba era de Villamandos, ya se sabe el allá donde miraba. La cosa hubiera, a buen seguro, llegado a las manos y acabado en tragedia, de no ser porque uno de ellos, sin duda más vivillo que los otros, dio con una forma de solucionarlo que contentó a todos.
Se formaría una yunta con un buey de cada pueblo. A ella se le ataría el Cristo. El pueblo al que los bueyes fueran, se quedaría con la preciada imagen.
Y así se hizo. No sin pasar por discusiones mejores entre los mismos vecinos de cada pueblo. Por qué tu buey y no el mío. El tuyo no, que si se trae al Cristo, tendremos que estar oyéndote y dándote las gracias hasta aburrirnos.
Aunque al final, todo fue solucionado. Una vez preparada la pareja como estaba previsto y acordado,  los habitantes de ambos pueblos se congregaron en la linde a ver el desenlace. Seguros de la fuerza de su macho castrado,
Nada parecía impedir la solución y, sin embargo, los problemas no habían hecho sino empezar. Con la tozudez, más propia de asnos que de bueyes, la yunta se negaba a moverse. Quieta, inmóvil, como pegada a la tierra de la linde, sin hacer el mas mínimo ademán de querer colaborar en tan divino juicio. Como una estampa bucólica, pero de carne y hueso. Como uno cualquiera de aquellos chopos tan cercanos.
El personal se impacientaba y aunque no lo manifestase- animar a los bueyes, simplemente hubiera sido considerado una sucia trampa por los del otro pueblo-, la tensión silenciosa se veía en las caras. Unos y otros se dirigían amenazantes miradas, advirtiéndose de lo que pasaría si alguien osaba hacer el más mínimo gesto. Y entre ellos mismos, al dueño del buey, que recibía una tácita y unánime condena. Al dueño del yugo. Al cura y hasta al mismísimo Cristo, perezoso, incomprensible de completar su milagro con un desenlace favorable y rápido. Pero nada. Ni pestañear apenas aquéllas dos lentas bestias.
No sé si sería el mismo personaje ingenioso que propuso lo de la yunta. O el cura en… oportuna inspiración divina. O una comadre vieja y sorda que rezando a más volumen arrastró a todos. Quién comenzó el rosario poco importa. Pero fue Santo Remedio, nunca mejor dicho.
Como por ensalmo, los bueyes comenzaron su andadura. Paso lento, torpón, bamboleante. Y lo más grave: indeciso hasta el extremo. Cual modélicos peritos de catastro, avanzaban sin desviarse un ápice del límite que separa los dos pueblos.
Y la gente, Santa Comparsa diurna y negra, detrás. Juraban los hombres hacia dentro, dudando casi que el asusto fuera a quedar resuelto. Lo mismo el Cristo quería ir a León, a instalarse en la catedral. O Roma, quien sabe. Pero el avemaría no se rezaba, se gritaba a pulmón lleno, creyendo que a la fuerza de volumen las oraciones llegarían antes al cielo. El pueblo que más alto rezase vería atendida y satisfecha la súplica de dar vivienda al Cristo.
Fueron muchos los rosarios. Muchas las letanías y padrenuestros que aquella tarde se dijeron, sin que aquello cambiara lo mas mínimo la terca querencia de los bueyes por la linde. Hasta que de pronto, cuando el sol ya se había puesto y sin que nada presagiara momentos antes todo aquello, el cielo abrió sus entrañas como un cántaro lleno y una tromba de agua cayó sobre los cuerpos empolvados de la extraña hilera penitente. Se miraban unos a otros, entre  asustados y orgullosos de vivir tan grande milagro, pidiendo confirmación mudo de que era cierto lo ocurrido aquel día.

El Cristo, llevado ahora a paso firme. Indico, sin duda, a los bueyes el camino, no parando hasta llegar a la misma puerta de la Iglesia de Villaquejida, donde aún hoy sigue…”

Muchas gracias a Isabel Navarro por su colaboración. :)

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